
Por: Óscar Garduño Nájera
Arriba del escenario te enciendes y brillas, mi señora de la gran voz de fusiles contra soldados alemanes, y me llevas de la mano, porque en realidad soy un niño, bajo una farola de una calle casi desierta, frente a la casa con el número 72 de la rue de Belleville, en París, pues ahí nada más y nada menos llegaste a este mundo, a este pedazo de tierra que tan caro te habría de cobrar la pasión: cascada de agua transparente sobre tus rocosas manos agitadas, látigo y sangre para el micrófono que dando saltos recibía la bendición de tu voz. A tu alrededor, mariposas de fuego de una infancia desgraciada, justo cuando tu padre volvía de partirse la cara en el frente de batalla, cogía tu manita, te llevaba frente a las tristes carpas de los circos itinerarios parisinos, y permanecías boquiabierta frente a los rostros multicoloridos de los payasos, frente a los malabaristas que ahí, en tu infante mirada, parecían danzar bajo tus órdenes.
¿Recuerdas, mi tierna Èdith Piaf?, un cabronsote de la talla de Jean Cocteau tomó pluma y papel y escribió Le Bel Indiférent especialmente para ti, sí, deslumbrante mujer, para ti, icono de la moda parisina, que ibas de allá para acá envuelta en tiernos deseos en medio de los existencialistas, y tu interpretación superó todas las expectativas, cuando al lado del actor Paul Meurisse entregaste la primera de tus vidas frente al lente de la cámara, frente al ¡acción!, de tan generoso obsequio provocado tan solo por tu presencia.
¿Recuerdas, mi atolondrada señora? Desesperada como te personificabas, te quedaste pronto sin ese primer amor tuyo que te vino a marcar para dejar una cicatriz en la espalda de tu vida: ruta de la morfina, infierno recién erigido a cal y arena en manos de un arquitecto hijo de puta como suele ser nuestro destino antes de que los griegos lo nombraran. Y el avión que teje travesías entre las nubes, y el avión donde viajaba de regreso a tus brazos Marcel Cerdán se desplomó, como pronto se desplomaron, cual plumitas de aves, tus esperanzas, el fulgor de tus días, y ya únicamente un refugio acartonado de tu voz quedó para lamentarse en Hymne à l’amour en memoria de ese recién coronado campeón mundial de peso medio.
Qué triste pensarte frente las grises cortinas de tu mansión, meciéndote en una silla de bejuco al compás de algunas notas traídas de memoria, implorando frente a los demás ya no el éxito y la admiración, sino la lástima estúpida de quien no comprende, esa enemiga tuya de la cual siempre quisiste escapar. Por supuesto, llegaron otros amores, hijos sombríos de aquella caverna primigenia, y frente a tus besos de pájaros desnudos deambularon Marlon Brando, Yves Montand, Charles Aznavour, entre otros tantos que, sin embargo, jamás consiguieron arrancarte de la morfina, acaso auténtico placer para ti junto con las botellas donde tu imagen se veía reflejada, junto al humo de los cigarrillos fumados a escondidas luego de las prohibiciones médicas. Y juras que diste la lucha, que intentase zafarte con todas tus fuerzas en esa rehabilitación que no soportaste en 1953, pero tu salud, Piaf, estaba ya cantando junto al cadáver de ese amor, de ese hombre que jamás conseguiste olvidar: descendía en carrera libre, tal y como lo hizo el avión.
Fuente y agradecimientos: Opera Mundi
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